Ante su reciente fallecimiento, se presenta de nuevo el interrogante: ¿habrá un acuerdo mundial efectivo para lograr este objetivo de cuidar nuestra “casa común” para las próximas generaciones, como propiciaba el Papa Francisco?
Desde la Revolución Industrial, la humanidad ha transitado un camino de desarrollo económico y tecnológico sin igual. Este crecimiento, que multiplicó el PBI mundial por diecinueve solo en el siglo XX, vino acompañado de un impacto ambiental devastador. El uso masivo de combustibles fósiles como el carbón, el petróleo y el gas ha elevado drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero, alterando el equilibrio climático del planeta.
Los informes científicos internacionales lo confirman con crudeza: estamos viviendo un calentamiento global acelerado, originado principalmente por la acción humana. La NASA, la Organización Meteorológica Mundial y la Royal Society del Reino Unido coinciden en que la quema de fósiles y la deforestación masiva están llevando al planeta hacia un territorio desconocido. El incremento de fenómenos extremos como sequías, incendios, huracanes y olas de calor ya no es una predicción: es la nueva realidad.
A esto se suma el informe reciente del servicio climático Copernicus de la Unión Europea, que indicó que 2024 fue el año más caluroso en la historia registrada, con efectos particularmente duros en Europa. El continente no solo sufre más que otros regiones, sino que también se convierte en símbolo del dilema climático: prosperidad económica acompañada de un alto costo ambiental.
El papa Francisco ha sido una de las voces más firmes y consistentes en denunciar esta crisis. En su encíclica Laudato Si’, publicada en 2015, y en la más reciente exhortación Laudate Deum (2023), el Sumo Pontífice no solo expone el daño al ambiente como un problema técnico o económico, sino como un desafío ético y espiritual. “El clima es un bien común, de todos y para todos”, subraya. Por eso, el Papa invita a una conversión profunda: cambiar los modelos de vida, producción y consumo que hoy comprometen el futuro de la humanidad.
En su mensaje más reciente, Francisco advierte que estamos cerca de un «punto de quiebre», y que las consecuencias del cambio climático afectarán cada vez más la salud, el empleo, el acceso a recursos básicos y forzarán a millones a abandonar sus hogares. En otras palabras: la crisis ecológica se convierte también en una crisis humanitaria.
Mientras tanto, los niveles de dióxido de carbono siguen subiendo. Las emisiones actuales son un 44% más altas que en el año 2000, y si no se modifican las políticas energéticas actuales, se superará el umbral crítico de 450 ppm en menos de una década. La Agencia Internacional de Energía ya advirtió que para frenar este rumbo se necesita reducir drásticamente la producción y el consumo de petróleo, carbón y gas.
Sin embargo, los intereses corporativos que niegan el cambio climático siguen siendo un obstáculo enorme para avanzar en políticas globales. El bien común continúa siendo relegado frente a los intereses particulares, y quienes más sufren las consecuencias suelen ser los sectores más vulnerables, en los países menos responsables del calentamiento global.
La pregunta que subyace es si, como sociedad global, seremos capaces de construir acuerdos firmes y duraderos que no solo mitiguen el daño, sino que promuevan un futuro sustentable e inclusivo. ¿Podremos reorientar el crecimiento económico para que nadie quede excluido de la prosperidad y, al mismo tiempo, garantizar que ese desarrollo no destruya el planeta?
El llamado de Francisco es claro: no hay tiempo que perder. La crisis climática es un tema urgente que requiere la colaboración activa de todas las naciones. Proteger la “casa común” es un deber compartido, y cada día que pasa sin actuar nos aleja de la posibilidad de un futuro digno para las generaciones venideras