Durante décadas, la estación seca de la Amazonía se ha vuelto cada vez más árida, un proceso estrechamente relacionado con la deforestación. Un estudio reciente publicado en Nature Communications confirmó con datos concretos lo que los científicos advertían desde hace tiempo: la pérdida de cobertura vegetal no solo transforma los paisajes, también altera el clima regional. Según el análisis, el 74,5 % de la disminución de las precipitaciones en la cuenca está directamente vinculado a la deforestación, que a su vez ha contribuido al aumento de las temperaturas extremas en la región.
Este hallazgo constituye una alerta doble: por un lado, demuestra la influencia decisiva de la selva amazónica en el ciclo hídrico de Sudamérica; por otro, expone la magnitud de las consecuencias que puede tener su degradación. Lo que ocurre en la Amazonía no queda limitado a sus fronteras: repercute en la biodiversidad, en la agricultura y en la estabilidad climática de amplias zonas del continente.
Bosques como bombas de agua: la transpiración que sostiene las lluvias
Uno de los puntos centrales del estudio es la función de los árboles amazónicos en el ciclo hídrico. Cada ejemplar extrae agua del suelo y la libera a la atmósfera mediante transpiración. Este proceso genera humedad que luego se transforma en nubes y lluvias, alimentando el propio bosque y a las regiones circundantes. Se estima que más del 40 % de las precipitaciones en la cuenca amazónica provienen de este mecanismo interno.
La metáfora de los árboles como “bombas de agua” ayuda a dimensionar su rol. Talarlos equivale a desconectar un engranaje esencial en la maquinaria climática. Cuando disminuye la densidad de bosque, la atmósfera recibe menos vapor de agua, las nubes se forman con menor frecuencia y la lluvia cae con menos regularidad. El resultado es un ciclo de retroalimentación negativa: menos árboles generan menos lluvias, y menos lluvias dificultan la regeneración de los árboles.
La deforestación, entonces, no solo elimina cobertura vegetal: altera la dinámica misma que mantiene a la selva en pie.

Calor extremo y retroalimentación climática
El vínculo entre deforestación y calor extremo quedó también reflejado en los datos. Desde 1985, los días más calurosos en la Amazonía aumentaron 2 °C, y se determinó que el 16 % de ese incremento corresponde directamente a la deforestación. Esto significa que, más allá del calentamiento global que afecta a todo el planeta, la tala indiscriminada amplifica el efecto local del calor.
El estudio abarcó 29 zonas de la cuenca amazónica entre 1985 y 2020, utilizando información satelital para diferenciar el impacto de la deforestación del que provocan otros factores climáticos globales. La conclusión fue clara: las zonas con mayor pérdida de bosque sufren una reducción más pronunciada de precipitaciones y un incremento más marcado de las temperaturas extremas.
El fenómeno configura un escenario de retroalimentación climática: la deforestación seca la selva y la hace más cálida, y esas condiciones a su vez aumentan la vulnerabilidad del bosque, que se degrada con mayor rapidez. Así, el círculo vicioso se intensifica y se extiende, comprometiendo la estabilidad del ecosistema.
Incendios, sequías y pérdida de resiliencia ecológica
La disminución de lluvias tiene consecuencias directas sobre la resiliencia ecológica de la Amazonía. Una selva más seca se vuelve más vulnerable al fuego. Los incendios, que en muchos casos se originan en prácticas agrícolas como la roza y quema, encuentran un ambiente propicio para expandirse de manera incontrolada. Lo que antes eran episodios localizados se transforman en megaincendios capaces de arrasar miles de hectáreas.
El año 2024 dejó un registro alarmante: más de 16 millones de hectáreas incendiadas en la región. Y la tendencia no se detuvo. En el primer semestre de 2025, la deforestación aumentó un 27 % respecto al mismo período del año anterior, profundizando la fragilidad del bioma. La combinación de menos lluvias, más calor y mayor presión humana configura una tormenta perfecta que acelera el deterioro del mayor bosque tropical del planeta.
La pérdida de resiliencia implica que la Amazonía deja de funcionar como un ecosistema capaz de recuperarse frente a perturbaciones. En cambio, se acerca al riesgo de un punto de no retorno, donde las condiciones internas ya no permitirían que la selva vuelva a regenerarse, dando lugar a un proceso de sabanización irreversible.
Impacto agrícola: sequías que se extienden más allá de la selva
El efecto de la deforestación amazónica no se limita a la biodiversidad. También afecta de manera directa a la agricultura en regiones adyacentes. Estados como Mato Grosso, uno de los principales polos de producción agrícola de Brasil, enfrentan pérdidas crecientes debido a la falta de lluvias. En algunas zonas, se registraron hasta 150 días consecutivos sin precipitaciones, lo que compromete la siembra y el rendimiento de cultivos estratégicos.
La Amazonía, al sostener gran parte de la pluviosidad regional, funciona como un regulador climático indispensable para la producción agrícola. Cuando esa función se debilita, los agricultores ven reducidas sus cosechas, lo que impacta en la seguridad alimentaria y en la estabilidad económica del país. El efecto cascada es evidente: la degradación del bosque se traduce en pérdidas concretas para la economía y para millones de personas cuya subsistencia depende de la agricultura.

Ciencia y política: entender para actuar
El estudio publicado en Nature Communications representa un avance significativo en la comprensión del impacto de la deforestación sobre el clima amazónico. Hasta ahora, existía consenso sobre la relación entre tala y alteraciones climáticas, pero no se había cuantificado con precisión cuánto de la disminución de lluvias y del aumento del calor extremo podía atribuirse directamente a la pérdida de bosque. La confirmación de que el 74,5 % de la merma de precipitaciones responde a la deforestación ofrece un dato sólido para la toma de decisiones.
En el terreno político, esta evidencia refuerza la necesidad de políticas públicas más estrictas de protección forestal, al tiempo que exige repensar el modelo agrícola y ganadero que impulsa gran parte de la deforestación. También señala la urgencia de diseñar estrategias de adaptación para la agricultura, que deberá enfrentar escenarios más secos y cálidos en las próximas décadas.
La Amazonía es mucho más que un reservorio de biodiversidad. Es una pieza clave del sistema climático global, un motor hídrico que sostiene la vida en buena parte de Sudamérica. Entender su funcionamiento es el primer paso. Actuar para preservarla es la condición indispensable para garantizar el futuro.
Un llamado de urgencia
La evidencia científica disponible transforma la situación amazónica en un desafío ineludible. Cada hectárea perdida no solo significa menos bosque: implica menos lluvias, más calor, más incendios y mayor riesgo para la producción agrícola. La magnitud de los impactos ya medidos obliga a pensar la conservación de la Amazonía no como una causa ambiental aislada, sino como una cuestión estratégica para el bienestar social y económico.
El tiempo apremia. La curva ascendente de deforestación y los registros históricos de incendios y sequías confirman que el bioma se acerca a límites críticos. Preservar el equilibrio amazónico es preservar la base climática y productiva de todo un continente. La ciencia ya aportó las cifras. Ahora, la decisión recae en las políticas y en la acción colectiva.
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